El trabajo en plataformas y el reto interpretativo.
La Dirección del Trabajo y su dictamen N° 1831/39 de 19 de octubre de 2022.
El trabajo realizado mediante plataformas o aplicaciones es un modelo que se instaló a nivel global y que solo ha intensificado su intervención en el mercado de compra, venta o arriendo de bienes o servicios. En este último caso, la oferta de plataformas de reparto de comida o de servicios de transporte lideran esa tendencia, sin dejar de lado aquellas que tienen por función la compra de mercadería, reparto de paquetes, arriendo de habitaciones u hospedaje; todo dentro de un mercado que innova a pasos agigantados.
La referencia a ser un mercado no es inocente. Las plataformas nos han enseñado que se trata de un nuevo tipo de capitalismo, o más bien, una nueva forma de crear y emplazar empresas dentro de espacio transaccional, en general, con poca o escasa regulación. Nick Srnicek nos habla de empresas sin infraestructura clásica, ubicadas en una suerte de espacio virtual en la que a través de algunos buenos servidores, poca inversión y dotación mínima podría erigirse ―esa entidad― como un gestor de grandes ingresos.
Desde un punto de vista laboral este modelo pone en jaque la calificación sobre la naturaleza del vínculo y levanta ―nuevamente― la idea de crisis sobre sus alcances y suficiencia. Como mencioné, no se está ante una empresa clásica y por consiguiente, tampoco ante un empleador típico ― ¿mi jefe es una aplicación? pregunta con la que se titularía una publicación de Mirela Ivanova en 2018 y que recogió el proyecto de ley sobre la materia cuyos autores, entre otros, incluía al diputado, Giorgio Jackson―. Tampoco se está ante un régimen de prestación de servicios fácilmente encasillable bajo el rótulo de laboralidad: se rompe con el esquema tradicional de dependencia o subordinación al dar supuestos espacios de autonomía y libertad en la ejecución del servicio. Si quien está obligado a ejecutar la labor puede definir cuándo, cómo y a qué hora desea laborar (o derechamente: si quiere o no trabajar) no hay ―en una primera revisión del caso―nada similar a lo que conocemos.
Lo que conocemos es aquel patrón tipológico ―si se me permite esa referencia― que se creó bajo una estructura y organización científica del trabajo: el Taylorismo o el Taylor-fordismo. Un mecanismo de producción en línea, sistematizado y detallado bajo un marco ordenamiento jerárquico, palpable y dispuesto al ojo del empleador. Este modelo se ha ido transformando a lo largo de los años, indudablemente, pero permanecía de cierta forma indemne al cambio. Desde la inclusión de los microprocesadores, el cambio paradigmático del trabajo a partir de la década de 1970 ―con mecanismos largamente descentralizadores― y la intervención de los recursos digitales y automatización en las décadas siguientes nos llevaron a cuestionar su respuesta oportuna. Pese a ello, los presupuestos que permitían calificar jurídicamente una relación formalmente no-laboral no se agotaban y pudieron lograrse con algo de flexibilidad. No pensábamos que pudiesen entrar en desuso. Esto último fue, sin embargo, lo que ocurrió con el trabajo en plataformas. Lo que conocíamos ya no fue suficiente.
Esa insuficiencia llamó a la duda y presentó la crisis a la que aludimos: ¿es esto una relación que sería objeto del derecho del trabajo? ¿querer laboralizar esta relación representa un esfuerzo insensato y falaz al no considerar sus elementos propios? Las respuestas no han sido uniformes y en muchos casos se ha precisado ser sinceros y preguntarnos si obraremos como activistas del derecho laboral o seremos más bien cautos en tratar de no forzar una interpretación que parece que no cuadra y que resulta, incluso, artificiosa.
Dicho sea de paso, la Ley N° 21.431 nada aportó desde la aproximación interpretativa, más allá de concebir un modelo de tertium genus o derecho laboral intersticial: reconocimiento de estándares mínimos ―de naturaleza laboral― para autónomos o independientes.
Luego, y en lo que me ocupa en esta columna, la Dirección del Trabajo en el dictamen N° 1831/39 partió de una postura conciliadora y aparentó hacer gala de un clasismo interpretativo: el derecho laboral solo regirá ―en las plataformas― en la medida que se acredite la existencia de subordinación o dependencia. No podía ser otra su postura considerando el límite que impuso la propia Ley: su referencia al artículo 7° del Código del Trabajo como parámetro de calificación y su conexión con el artículo 8° sobre presunción de laboralidad.
Sin embargo, y para nuestra fortuna, su interpretación dio primero ―tal como lo hizo en su momento la Corte de Apelaciones de Concepción en causa rol N° 395-2020― un paso hacia el presente: uno de ellos es considerar la subordinación funcional (también de índole jurídica), tal como han representado autores contemporáneos ―no solo a propósito del trabajo en plataformas― como indicador idóneo dentro del proceso de calificación laboralidad y que, en legislaciones comparadas sería incluso suficiente para arribar a ese resultado (el caso alemán o sudafricano, si queremos dar dos ejemplos, o la forma en que se ha concebido por la jurisprudencia brasileña bajo el alero de la subordinación objetiva). Pero no quedó solo en eso. Dio también un pequeño paso hacia el futuro al enunciar que ese proceso de calificación también “puede asociarse a nuevos indicios de laboralidad a los que se debe atender, sin necesariamente abandonar los que tradicionalmente se han reconocido” listando al menos 5 nuevos indicios a su juicio propicios para encaminar ese proceso intelectivo, alineándose con la doctrina más crítica y refrescante respecto de los retos y desafíos que este nuevo régimen de trabajo nos depara.
Porque, más allá de nuestra labor como operadores jurídicos, intérpretes o interesados en la materia, existe un sustrato que no podemos olvidar: el derecho del trabajo se creó como una respuesta normativa a un régimen productivo específico ubicado dentro de un contexto social, político y económico también delimitado; donde esa intervención de propició a propósito de que ―siendo muy simplistas― el gestor de una empresa necesitó, para la continuidad de sus actividades y para mantener el fruto y beneficios que estas le reportaban, el trabajo y mano de obra de muchas otras personas quienes debían seguir sus pautas, direcciones y medidas bajo el compromiso de un pago por esa labor, sin comprometer ―aparentemente― la libertad personal. Ese rol normativo tuvo por objeto intentar morigerar las diferencias entre ambos contratantes.
Con el correr del tiempo ―pensemos en lo joven y dinámica que es esta rama del derecho―esa simplificación no ha cambiado mucho, pero sí lo han hecho las formas en las que se envuelven y ejecutan. Y si bien hoy las nuevas tecnologías han llevado al extremo ese proceso modificatorio de las estructuras que rodean a las formas de trabajo ―si es que no lo han pulverizado en algunos casos― ¿no sigue el trabajo humano en estas plataformas, en principio, el mismo sustrato inicial?
Gonzalo Riquelme
Director Corporativo – Lizama Abogados